* Por Rodrigo Miranda *
Todo se sumía en la más completa oscuridad, el primer haz de luz del proyector emergía y en la pantalla, el rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer.
A fines de la década del 40, mi abuelo era el encargado de la caldera de los monumentales edificios Turri, frente a la Plaza Italia. Eran el conjunto residencial más moderno y de mayor altura de la ciudad e incluían en sus bajos los Establecimientos Oriental, los pioneros de la comida preparada para llevar, y el cine Baquedano, un teatro-palacio con capacidad para 2.300 asistentes.
Eso último era lo que más le gustaba a mi padre. Entraba al cine a las tres de la tarde y podía salir a las once de la noche. En la matiné exhibían películas para menores, a las seis de la tarde cintas familiares y a las nueve para adultos. No se perdía los capítulos semanales de las seriales Flash Gordon, El llanero solitario, Tarzán o El Zorro; los westerns de John Wayne –La diligencia, Río rojo, Más corazón que odio- y los filmes mexicanos con Cantinflas, María Félix, Jorge Negrete, Dolores del Río y Arturo de Córdoba. Allá en el Rancho Grande, Juan Charrasqueado, Si Adelita se fuera con otro, El siete machos, El derecho de nacer y El bolero de Raquel eran los éxitos de taquilla. Como primogénito del encargado, entre otras cosas, de la calefacción de todo el edificio, tenía pase liberado para entrar a la sala.
Hipnotizado por las balas y los paisajes desérticos del Oeste en pantalla gigante, se imaginaba tragando tierra y sudando bajo el sol abrasador como un cowboy más.

Panorámica de los edificios Turri años 50 / Fotos históricas de Chile, Alberto Sironvalle
Mis abuelos y sus tres hijos hombres vivían en un departamento en el último piso de uno de los seis edificios destinado a los conserjes y su familia. En la arquitectura art déco del cine también se reflejaba las clases sociales de la época. En las primeras filas de la platea se ubicaban los más pudientes que pagaban entradas caras y en la galería del segundo y tercer piso –o gallinero- se emplazaban las castas más bajas. Escondida tras el anonimato de la masa y la penumbra, la díscola clase popular arrojaba pelotitas hechas de papel arrugado o cáscaras de maní a los más adinerados de abajo que ostentaban sus joyas y ademanes finos. Cuando había escenas censuradas, fallas de encuadre, sonido o desenfoque o simplemente se cortaba la película, se desquitaban con el operador y le gritaban su tan poco amable apodo: ¡Cojoooo!. El cine era una sociedad en miniatura.
Al lado de los Turri se emplazaba la Estación Pirque –que sería demolida para construir el Parque Bustamante-, una Estación Mapocho chica donde partían los trenes que se dirigían a Puente Alto. Mi padre se levantaba, desayunaba, fingía que partía al colegio, pero ese no era su destino. Eludiendo la mirada vigilante de los inspectores de Ferrocarriles del Estado, se subía a los vagones en movimiento en calidad de polizón, colgando del último carro. Vestido con pantalones cortos y una boina de Dónde golpea el monito, su espíritu aventurero a lo Jesse James lo llevaba a las afueras de Santiago.
Durante el viaje, se imaginaba que, junto al tren, cabalgaban amenazantes los mismos indios que veía en la matiné intentando asaltar la máquina y robar su preciada carga. Galopando arriba del caballo de metal, el humo y el olor a carbón se mezclaba con el aroma a hierbas y a campo que había al salir de Santiago. Inquieto y audaz, mi padre imaginaba que el abuelo era el calderero del tren y que el propio John Wayne lo reclutaba para enfrentarse rifle en mano a las fechas de los pieles roja comanches de Puente Alto.
Al final del día, el tren volvía a la Plaza Italia con el aventurero sano y salvo, pero ya le había sacado varias canas verdes de preocupación a su madre (mi santa abuela Rosa), quien le esperaba con la comida caliente y un gran tirón de patillas por no haber hecho las tareas para mañana. Cual gandul, mi padre siempre se buscaba la vida para escapar del pequeño y aburrido departamento de dos piezas, comedor, baño y cocina donde vivían apretados los cinco integrantes de la familia. Cuando no se colaba en un tren, se escapaba del Instituto Luis Campino de Lira con la Alameda, donde cursaba Humanidades, y hacía la cimarra en el cerro Santa Lucía, justo al frente del colegio.
Entre los árboles, mataba el tiempo mirando el vacío desde el césped. Era su forma de crear espacios de libertad y evadir la castigadora y nada benevolente ley del padre. Como en la serial Flash Gordon, su padre era una especie de maligno emperador Ming, un déspota privado y doméstico. Su ojo omnipresente estaba en todas partes y tenía una policía secreta que vigilaba a los indefensos ciudadanos de Mongo, incluso dentro de sus cabezas.

Edificios Turri 1954 / Fotos históricas de Chile, Alberto Sironvalle
Mi abuelo era muy controlador con sus hijos y se enfurecía ante cualquier travesura. Nunca conocí su rostro, porque murió de un fulminante ataque al corazón antes que naciera, pero escuché relatos de sus temibles ataques de cólera. Su vida no había sido fácil tras la gran depresión económica de 1929 y ganarse el sustento como fogonero entre sudores, calderas y carbones acentuó su carácter severo, a pesar de que era muy buena persona.
A mi padre, eso no le importaba. Para él, no había responsabilidades, tareas ni lunes ni viernes. Más allá del bien o el mal, todos los días eran fin de semana y una sala de clases un mundo muy pequeño para sus ilimitadas ansias de aventura y de armar una revolución en su propio y privado planeta Mongo.
Excelente página y recuerdos. Cabe destacar que uno de los edificos Turri está, literalmente, pegado a su vecino del sur, el de la ex-facultad de Química de la U.