Diseñada bajo el gobierno de Frei Montalva e inaugurada durante la Unidad Popular, fue un de modelo de integración social que se tradujo en 27 bloques que fueron hogar para familias de distintos estratos sociales, incluidos pobladores que por esa época vivían en campamentos a la orilla del río Mapocho. Durante la dictadura, en diciembre de 1976 cerca de 800 familias fueron desalojadas violentamente por los militares y reubicadas en distintas comunas como Renca, Pudahuel y Pedro Aguirre Cerda. La posición del régimen de facto fue que los vecinos estaban ocupando ilegalmente los inmuebles adquiridos por el Ejército, sin embargo, hasta el día de hoy sus habitantes reclaman que fueron sacados pese a estar pagando sus dividendos. Hoy el block número 14, el único que queda en pie de toda la villa y el cuál fue declarado Monumento Histórico en el 2017, espera ser convertido en un museo memorial.
Entre quienes fueran sus habitantes, están patentes los recuerdos de una infancia feliz y de los violentos desalojos. Es que ser propietario de uno de los 1.038 departamentos de los 27 edificios que existieron en la Villa San Luis de Las Condes era todo un orgullo, reflejo de años de organización social que culminaron con su entrega por parte del Presidente Salvador Allende a vecinos de la ribera del Río Mapocho, además de las poblaciones El Esfuerzo y La Pechuga, entre otros asentamientos existentes en una zona predominantemente de clase alta.
Se trató de una iniciativa emblema de integración social urbana. Diseñada a fines de los 60 por la Corporación de Mejoramiento Urbano (Cormu) durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, su construcción se realizó entre 1971 y 1972 y estaba emplazada entre las avenidas Kennedy, Vespucio, Apoquindo y Nuestra Señora del Rosario. Su nombre original era Villa Compañero Ministro Carlos Cortés en honor a Carlos Cortés Díaz, ministro de Vivienda de Allende que falleció antes de la inauguración de la villa, pero fue cambiado tras el Golpe Militar de 1973. Los edificios de hormigón armado tenían departamentos de 2 y 3 dormitorios, con una superficie de entre 50 a 80 metros cuadrados.
Se trataba de un proyecto habitación que rompía con la segregación socioeconómica de la ciudad, integrando a la población de diversos niveles en un mismo espacio urbano. Entre ellos estaban quienes habitaban los campamentos de la comuna, que quedándose en Las Condes, podían mantener sus redes laborales y sociales. Para acceder a uno de estos departamentos, las familias debían tener un monto ahorrado para postular y tenían que seguir pagando dividendos.
Pero el sueño duró poco. Al momento del Golpe de Estado, los títulos de dominio se encontraban en tramitación por cuanto la Municipalidad de Las Condes no efectuaba la recepción final de las obras. En 1975 el ministro de Vivienda, Carlos Granifo Harms, envió una carta a la Junta de Vecinos de San Luis, indicando que estaban ocupando ilegalmente los inmuebles que fueron adquiridos por el Ejército de Chile, posición que ratificada en 1976, iniciándose el traslado de cerca de 800 familias hacia otras comunas a viviendas que utilizaba personal de planta del Ejército.
Cerca de cinco mil personas fueron desalojadas y trasladadas en camiones de basura. Pese a ser propietarios, fueron obligados a dejar sus viviendas para luego ser entregadas a familias de los uniformados, acción por la cual no recibieron ningún tipo de indemnización.
Con el paso de los años y tras una serie de devenires legales, los terrenos pasaron a manos de privados y hoy son propiedad de la constructora Presidente Riesco, que tras una acción judicial se comprometió a financiar un museo memorial en el block número 14, el único que queda en pie de toda la villa. El acuerdo contempla la disposición de un amplio terreno en la esquina oriente de la que fue la Villa San Luis, para transformarlo en un memorial de los desalojos y la violación a los derechos humanos que sufrieron los pobladores durante la dictadura.
Las voces de sus vecinos
Pese a que fueron disgregados en diversos puntos de la capital, quienes vivieron en el lugar se organizaron en la Agrupación de Desalojados de la Villa San Luis, y luchan hasta hoy por recuperar sus derechos. Con nostalgia, algunas mujeres y hombres que vivieron en estos edificios regresaron por primera vez para conversar con AmoSantiago, donde coincidieron en recuerdos de infancia, la familia y los fatídicos desalojos.
Una de ellas es Adela Bustamante, quien llegó a su nuevo departamento a los 24 años proveniente del campamento La Pechuga, que estaba en Apoquindo con Vespucio. Era ella quien se inscribió en la cooperativa y logró cambiarse a un departamento junto a su papá y mamá.
Adela recuerda con un hilo de voz que “en la noche nos avisaron y en la mañana temprano ya nos sacaron. Tuvimos muy poco tiempo para guardar nuestras pertenencias, que tiraban todo arriba del camión sin ni un cuidado. Nos fueron a dejar allá donde vivo ahora, en Santa Rosa, a un departamento más chico, abajo, junto al alcantarillado, imagínense cómo es eso en invierno. Pero yo recuerdo siempre que nací en Las Condes, en la calle de San Pascual, frente a la Escuela Militar, y pasé mi niñez por estos barrios y estaba grandecita cuando nos llevaron lejos, es algo que me dolió mucho”.
Un testimonio similar es el de Jimena Salinas, que llegó a la San Luis proveniente de la población El Esfuerzo. Sus papás estaban en una cooperativa “con libreta y todo” y tenía 10 años cuando se cumplió el sueño de venir a vivir al departamento nuevo. “Yo no quería venir porque tenía el río Mapocho al lado de mi casa, teníamos muchos lugares para pasear y recorrer, y llegamos aquí que no había nada”. Reconoce que en la villa “era muy bonito todo”.
Otra vecina, Felisa Miranda, recuerda con nostalgia: “Cuando nos desalojaron yo tenía 17 años. Vivía con mis padres y me acuerdo de los vecinos que sacaban en camiones por las noches. Pero a nosotros no nos desalojaron porque mi papá dijo que no lo iban a humillar más de lo que nos estaban humillando al sacarnos de nuestros departamentos, porque mi papá era el propietario. Por eso le dijo a un amigo que tenía camión para que sacara las cosas con dignidad, en medio de los desalojos masivos. Nos fuimos a San Joaquín a comenzar de cero”.
Agrega que “el Presidente Allende nos dio la posibilidad de vivir decentemente, ya no con un pozo negro como teníamos antes, ahora teníamos baño con cadena, una tina para bañarnos, un gran cambio. Para mis papás cuando nos desalojaron fue algo terrible, mi mamá fue la que más lloró y se lamentaba porque ‘Salvador Allende nos permitió vivir como la gente’. Lo peor era que los trabajos estaban por acá, por lo que nuestros padres tenían que levantarse muy temprano para venir a la pega”. Lamenta además que “nos sacaron sin preguntarnos ni si quiera si queríamos irnos. Nos sacaron a la fuerza. A un vecino que no se quería ir le pusieron la escopeta en la cabeza para que entregara su departamento”, dice con molestia.
Ana María Epuñan también recuerda: “Viví cerca de 6 años en la villa, cuando llegué tenía 12 años y mi hermano llegó de un año. Veníamos del campamento Patria Nueva. Mi mamá estaba inscrita en una agrupación de Colón Oriente y a mi papá le descontaban los dividendos directamente de su liquidación de sueldo. Acá todos pagaban, se le descontaba el 10% del sueldo para pagar su casa durante 25 años”, explicó. Señala asimismo que en la villa “era muy lindo vivir. A mi mamá se le designó un departamento de tres dormitorios y por primera vez con mi hermano teníamos piezas aparte. Es algo que yo destaco mucho de esa época, porque nunca nos hacinamos hasta que nos desalojaron a Santa Olga, allá fuimos a dar”.
Ana María recuerda además que “cuando escuchamos de los desalojos nadie pensó que serían tan pronto. Decían que nosotros nos habíamos tomado los departamentos y que esto era recinto militar. Eso nunca fue así, no nos habrían asignado un departamento si hubiesen sido tomados, no habríamos pagado las cuotas, cuando llegamos a nuestro departamento en la puerta estaba puesto el nombre de mi mamá, lo que no se condice si nos lo hubiéramos tomado. De hecho, cuando estaban en construcción, casi listos, los papás venían a cuidar, en especial en las noches, por temor a que efectivamente otras personas se los tomaran”. Destacó que en esa época todos tenían “la ilusión de una vivienda digna, donde se unían las clases sociales, de integración social. Nos sacaron de los campamentos a orillas del río para pasar a un departamento lindo, grande, luminoso, con gas de cañería, todo un lujo para esos tiempos”.
En contraparte “allá donde nos llevaron tuvimos que comenzar a pagar de cero todo de nuevo, no nos devolvieron nada, nos llevaron de Las Condes a Lo Espejo sin preguntarnos siquiera, y volviendo a pagar otra vez los 20 años de dividendos”.
Pese a todo, dice que al menos tuvo la suerte de llegar a un techo. Cuenta que “hay una historia bien terrible, el testimonio de una señora que la sacaron de su departamento en una noche de diciembre y su esposo no estaba porque era temporero, llegaron y le dijeron que apagara el árbol de navidad y que arreglara al niño porque se iban de ahí. Los fueron a dejar de noche a un sitio eriazo donde usaban la mesa de techo y frazadas por los lados. Ella lo único que sentía correr era agua. Al día siguiente cuando amaneció se dio cuenta que estaba por allá arriba por Las Vizcachas, y su marido cuando llegó encontró a otra familia en su departamento y nadie le decía que había pasado con los suyos. Recorriendo todos los lugares donde nos fueron a dejar, el señor reconoció las cortinas que eran de su casa y pudo encontrar a su familia”.
Ana María concluye que “al volver acá siento el recuerdo de mis padres que ya no están, la alegría de ellos por tener su vivienda, el vivir nuestros cumpleaños acá, esto es algo vivo y es bueno que lo transformen en un museo y quede el testimonio que aquí viví alguna vez y fui feliz con mis papás, en la dicha de tener un lugar digno”.
Juana Albornoz hoy tiene 87 años y llegó a la Villa San Luis a los 19. Nacida en el sur del país, ayudaba a su familia en los trabajos del campo hasta que decidió venir a Santiago a operarse el paladar para sanar su tartamudez. Volvería nuevamente buscando oportunidades de trabajo. Siendo empleada doméstica conoció a su marido con quien formó una “ranchita” junto al Mapocho. “Yo siempre fui muy trabajadora, era el ‘hombre de la casa’, salía a trabajar mientras él se quedaba con los niños” cuenta sobre sus seis hijos. Los inviernos eran duros de pasar al lado del río, por lo que cuando le hablan del traslado a la Villa San Luis no dudó un segundo. “Yo estaba en el Centro de Madres de la Municipalidad, nos pidieron juntar plata y nos costó la primera cuota 100 pesos. Llegamos cuando en el sector no había ningún chalet, nada, sólo existía el Club de Polo. Eran primero cuatro edificios con una cancha de fútbol en el centro. Cuando empezaron construir, los maridos se amanecían trabajando para las instalaciones y también cuidaban para que los edificios no se los tomara otra gente”. El desalojo la sorprendió igual que al resto de sus vecinos. “No creíamos que iba a llegar a tanto, nos fueron a buscar de noche, teníamos miedo. Nos llevaron a una población militar en Pedro Aguirre Cerda, fue empezar todo de nuevo” dice sobre el lugar que hasta el día de hoy es su hogar.
Otro vecino, René Ponce, recuerda con pesar que “a nosotros el ‘76 nos echaron. Nos avisaron ese mismo instante que nos teníamos que ir, esa misma noche nos echaron, fue tan rápido que no me pude ir con mis padres porque ya no cabía en el camión y me tuve que ir con un vecino. Tenía como 14 años y recuerdo que a mi padre le pegaron porque no quería abrir la puerta, le pegaron tan fuerte en el pecho que hasta su muerte lo tuvo hundido. A mí también me pegaron y me metieron en el baño. Mi mamá estaba sentada con mi hermano de meses en los brazos y los militares creyeron que tenía armamento escondido y le quitaron a su guagua, la levantaron para revisar. Ella tenía hartas cosas porque antes tenía un negocio y se lo robaron todo. De ahí nos llevaron a Renca y hasta ahora sigo viviendo ahí”.
A su juicio, “ahora a los 50 años hay tantas historias, muchas tan crueles, de gente que aún no aparece, entonces es necesario que se recuerde la historia, fueron lindos años los que pasamos aquí, hicimos grandes amigos, jugábamos a la pelota hombres y mujeres, hacíamos fiestas, tenemos todos lindos recuerdos”, por lo que espera poder ver luego el memorial.
Felisa lo apoya: “Estoy feliz porque va a ser como un lunar que va a quedar aquí, el recordatorio de que nosotros vivimos alguna vez aquí. Entonces ¿cómo no nos va a doler que nos hayan quitado algo que nos dieron decentemente?”.
Antonieta Miranda es presidenta de la agrupación Desalojados de la Villa San Luis. Para ella, “tiene que haber un recuerdo muy profundo de lo que fue la villa. Éramos niños contentos, asombrados porque teníamos un baño de concreto que ni sabíamos lo que eso significaba. Para mí era algo muy extraño porque estaba acostumbrada al pozo en la Población El Esfuerzo donde vivíamos, donde teníamos que juntar agua para bañarnos y ahora era cosa de abrir la llave”. Sobre el desalojo de su familia, recuerda que fueron trasladados a Pedro Aguirre Cerda y al camión “tuvimos que echar las cinco camas y todo lo que pudimos llevarnos. Fue algo triste porque nunca pudimos volver a entrar a sacar el resto de nuestras cosas, salimos prácticamente con lo puesto y el resto se perdió”.
Sobre su vida en la villa, tiene grandes recuerdos. De hecho “cada edificio tenía un patio de invierno, que era un espacio interior para los niños. Mis hermanos no hablan mucho de esos años, porque ellos se estaban preparando para su primera comunión en una de las capillas que habían acá”, pero llegó el desalojo para sus padres fue algo muy duro. “Cuando se recordaban de la villa era llanto y llanto, incluso un vecino murió de la pena, don Juanito, que no pudo soportarlo”. Incluso hasta ahora “yo sueño con la villa, que estoy jugando con mis amigos y hermanos, recuerdo que estudiábamos en distintos colegios, unos en el Saint George, otros en Inmaculada Concepción, en el Don Bosco, y todo eso quedó atrás porque no pudimos seguir yendo a estudiar, era demasiado lejos y nos tuvieron que buscar matrícula cerca de nuestras nuevas casas”, por lo que afirma “es algo que no se puede olvidar”.
“Ahora tenemos que recuperar lo que nos quitaron. Nosotros no queremos volver a Las Condes, pero sí esperamos una reparación. Nos deben la verdad. Que el museo sea un recuerdo de lo que hicieron con estos niños y con estas familias”, sentencia.