He conocido a pocas personas como Luciano. De escasas palabras pero con una perseverancia a prueba de todo.

Tres veces por semana y a punta de tizas de colores dibuja y rediduja a una virgen con el niño Jesús en brazos a un costado de la Catedral, en plena Plaza de Armas.

Lleva así diez años, ilustrando en el atardecer a cambio de algunas monedas.  Me dice que lo pillé volando bajo, porque nunca habla de su arte. Sin dejar de colorear con sus dedos, me cuenta que también ha pintado caras mapuches para solidarizar con su causa.

Se declara un antisistémico. No tiene tele, ni celular, ni mail, ni computador y no le gusta el fútbol. Sólo le interesa lo artístico y la música. Quizás de ahí su desprendimiento… porque al día siguiente de su obra no queda nada, no hay ni un solo rastro. Es borrada por el caminar de los transeúntes o por el departamento de Aseo de la Muncipalidad. Pero él no se queja demasiado, sabe que son las reglas del trabajo en la calle.

Cuando lo miro asombrada por su poca frustración, me contesta tranquilamente: «pero si son como castillos en la arena» y sigue pintando.

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