*Por Macarena Cabrera y Paulina Cabrera
I parte: El dolor como inspiración
Viernes 5 de octubre, 11 de la mañana. Estamos en el salón de conferencias del Hotel Sheraton y por los parlantes se escuchan temas del disco Skeleton Tree (2016). Un puñado de periodistas y gráficos se apuestan esperando al australiano Nick Cave (61). Desde hace 21 años que no pisa suelo chileno.
Su último concierto fue en el vergonzoso Crazy Rock de 1996 donde los asistentes -mayoritariamente seguidores de la banda de hip hop Cypress Hill- literalmente bañaron el escenario de escupitajos. En ese momento, sólo alcanzó a tocar seis temas.
Alto, delgado, con una cadena de oro colgando al cuello y con su característica cabellera, entra en el salón caminando sin prisa, saluda a todos los presentes, se lo ve relajado y sereno. Un minuto casi exacto posa para los fotógrafos, empieza la ronda de preguntas, toma café y lo primero que dice abriendo sus brazos es “¿qué quieren saber?».
Habla del recuerdo de su última visita y se le pregunta si su experiencia retardó el reencuentro con sus fans locales. “No había venido antes por logística, no tengo ningún problema con el público de Chile”, cuenta comparando animosamente sobre una peor experiencia en un concierto en Glasgow en donde el público orinaba en su dirección.
Responde con soltura, carisma y relajo cada una de las interrogantes, algunas con ayuda de la traductora para los periodistas que no hablan inglés fluido. Sin embargo, cuando le toca referirse a la muerte de su hijo, asegura que el dolor lo cambió todo y tuvo un gran efecto en su trabajo. “Confronté al dolor “ dijo sobre la pérdida que logró plasmar en su último disco.
Asegura también lo diferente que es inspirarse para crear un libro (tiene seis novelas) o para componer, explicando que la música tiene para él un mayor desgaste, entre la composición de las canciones, su perfomance y la intimidad que logra en su show.
Ante la infaltable y reiterada pregunta sobre Chile, responde que no conoce el trabajo de músicos ni escritores nacionales, aunque al segundo se corrige a sí mismo, y recuerda que está leyendo algo sobre Roberto Bolaño.
Sobre su paso por las ciudades a las que va de gira, agrega que siempre pide a un chofer que lo lleve a pasear por los barrios más pobres y más ricos de cada lugar, “es una buena forma de conocer una capital, con las diferencias que eso implica”. Así lo hizo en Detroit, en Roma y también espera hacerlo en Santiago. Y es que para Nick, el auto es como “una oficina andante”, desde donde todo lo que mira y siente es fuente de inspiración.
Termina la rueda de preguntas, posa nuevamente para las fotos y los gráficos sufren con los periodistas “fans” que no dudan en rodearlo buscando una selfie o un autógrafo. El músico, asienta con paciencia, y firma todo lo que le piden. En ese momento, le comento a un periodista que tengo al lado, que debería haber traído un disco. Nick se va tal como entró, casi flotando, mientras mi mente tararea un “And some people say it’s just rock ‘n’ roll / Y hay gente que dice que es sólo rock n’roll”
El sentimiento que queda en el salón, es como si hubiéramos visto una estrella fugaz.
II parte: Caminando entre sus fieles
En la noche del mismo viernes, la corta distancia que tuvimos con él en la mañana, crece por mil. Estamos en galería, en uno de los últimos puestos que están junto a la pared y desde ahí, vivimos su concierto junto a 4.500 personas.
Cuando entra en escena, pareciera que una bruma baja en el Teatro Caupolicán. Parte con Jesus Alone, Magneto y High Boson Blues. Cada fan lo sigue con la mirada y los que están más cerca en primera fila, alzan sus manos para tocarlo. Es una adoración total, como si los susurros de sus letras atravesaran el alma. Es una especie de rito, y él un mesías gótico con un aura magnética que revoluciona y exorciza a los presentes.
La conexión con sus “fieles” es total. De improviso, una mujer sube al escenario, acto seguido un guardia la intenta bajar y Nicholas Edward Cave los abraza a los dos. Es fraterno, íntimo, compenetrado.
Mientras la banda The Bad Seeds toca los primeros acordes de The Weeping Song, el australiano se sumerge entre el público y así como lo ha hecho en toda su gira Distant Sky, baja confiado ante un público que chilla, grita y llora. La euforia da escalofríos. Atraviesa todo el sector de la cancha, se sube a una tarima y de ahí pide silencio. Es un bautismo colectivo, una catarsis que es difícil de transmitir con palabras.
El poeta maldito se devuelve al escenario, para luego subir a unos 40 privilegiados que lo acompañan (con ansiedad, exaltados y sin podérselo creer) en Stagger Lee y Push The Sky Away.
Se respira la emoción. Ya cumple más de dos horas sobre el escenario, desaparece unos minutos y termina el concierto con tres temas más: The Mercy Seat, City Of Refuges y Rings of Saturn. Cave vuelve a desaparecer y es todo.
Se prenden las luces, los roudies ya comienzan a desmontar, a regalar los playlist impresos a los de primera fila y despegan la imagen pintada que el mismo músico tiene pegada en su piano. Quizás un recuerdo de otra forma de sí mismo.