Debo confesar que los primeros minutos que conversé con Miguel Laborde parecía una fan cualquiera. Y es que a este escritor, historiador autodidacta y profundo conocedor de Santiago, me había tocado entrevistarlo varias veces mientras trabajé en un diario, pero nunca se había dado la oportunidad de hablar en persona, cara a cara.

Fue una de esas conversaciones extensas, en donde él, cuasi un libro de muchos capítulos, fue relatando pasajes de su vida y de su amor por las ciudades, por Santiago, pero especialmente por el encuentro real entre las personas y el ideal posible de la mixtura social, en donde no importe ni la procedencia ni cuánto hay en la billetera.

Con miles de historias a cuestas, bibliotecas en cuatro lugares distintos y más de 20 libros publicados (“a los 20 libros, paré de contar”, dice) es un caminante curioso que ha dedicado su vida a leer y a investigar, y con eso a escribir, a dar clases y también a hacer recorridos. Los primeros los hizo en los años 60, mientras era estudiante de Derecho de la Universidad de Chile. Fue entonces, trabajando como guía turístico, que partió su relación con Santiago. Paseando a austríacos, canadienses y franceses que le hicieron pensar y mirar la ciudad de una manera diferente. “La visión era siempre muy distinta según el país del que venían y eso me llamó mucho la atención. Sus preguntas me hacían mirar cosas que nunca había observado, me afinaron el ojo” recuerda.

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Luego vino la invitación para irse al departamento de Actividades Culturales de la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica, donde comenzó con la investigación y las historias. En esa época conoció a Julio Cortázar, Pablo Neruda y Atahualpa Yupanqui, “los acompañábamos a la Peña de los Parra. Yo era el más joven, la mascota que los iba a buscar al hotel, los sacaba a pasear y de esa manera les mostraba Santiago, tratando de elaborar un relato que fuera interesante para ellos. Cuenta me di cuenta que llevaba dos meses que no había ido a clases, dejé botado Derecho”.

Desde entonces, todo fue una aventura: viajes por latinoamérica, y luego Europa, trabajos en una fábrica, una bomba de bencina y una zapatería cuando regresó a Chile en los años 80. Contactos con el mundo que le hicieron ver a Chile y a Santiago como un territorio muy particular, con una identidad que nos define como seres de reflexiones e ideas, poco aterrizados producto de la fragilidad heredada por los terremotos. “Con ceguera material” como dice él, pero con posibilidades de reconocernos y de encontrarnos.

¿Podrías decir que eres un experto de la ciudad de Santiago que ha logrado capturar su identidad en los años 60, 70…hasta hoy?
No me gusta la palabra experto, pero tengo una trayectoria de 50 años. Desde el año 67, que estoy hablando de estos temas. Hubo un periodo que me fui, en los 70, a vivir fuera varios años y después cuando volví, en los 80, trabajé  en otras cosas porque no era una época de actividades culturales. Trabajé ocho años en una fábrica haciendo zapatos, en el barrio de Matta Sur, comprando cueros y pegamento en calle Victoria, San Diego, Nataniel… hacíamos excursiones de zapateros al Cajón del Maipo. Un ambiente que me encantó, vivíamos al justo, dependíamos unos de otros, pero fue la comunidad de barrio más intensa que he tenido.

Esa vida de barrio que dices se ha ido perdiendo en el tiempo

Se ha ido perdiendo mucho. Lo veo con la experiencia de mis alumnos. En mi barrio, de niño, pasábamos el día en la calle, pichangueando, hablando, haciendo excursiones, carreras de bicicleta, patín… Vivíamos como manada, y eso era muy intenso. Esa experiencia hoy día no es así, la calle ya no es un espacio tan seguro.

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En cuanto a arquitectura también hemos ido perdiendo joyas, como el Bazar Krauss, el Palacio Undurraga. ¿Perdimos identidad arquitectónica o lo que vivimos es una nueva identidad que mezcla lo que queda del pasado con lo moderno?
Es una nueva identidad. Yo creo en la densidad, que hay que demoler, que hay que levantar en altura, pero podríamos haber seleccionado áreas mucho mejor, como se ha hecho en Europa, que se conservan peatonales, de baja altura y centros de comercio, bares, librerías, diseño. Son recreos de la ciudad densa. Eso lo perdimos estúpidamente porque no había ningún respeto a nosotros mismos. Me acuerdo en los años 60 la conversación sobre qué hacer con la Iglesia San Francisco, hubo ideas de sacar la iglesia para ampliar la Alameda y con la Iglesia de La Merced, lo mismo. Eso fue muy tenso… Todo era susceptible, nada era muy importante. La palabra patrimonio no existía en Chile y había un profunda falta de respeto al país, hacia su historia, una sensación de que aquí no había nada que valiera, que lo bueno estaba en Europa y que había cosas importantes en México, Perú, y punto. A nosotros no nos había tocado nada de eso y podíamos echar abajo Santiago tranquilamente. Al final fue el Golpe el que hizo reflexionar al país sobre quiénes somos, de ahí se empieza a pensar poco a poco, aparece la Primera Bienal de Arquitectura que sueña con la ciudad que queremos, de empezar a mirarnos, de empezar a valorar el altiplano, los aymaras, Chiloé, la Patagonia. Eso antes no estaba en el imaginario.

¿Pasa esto en otros países, ese vacío, esa falta de cariño por lo nuestro?
Chile es de lo peor. Uno va a Perú, hace cualquier tour y los guías son extraordinarios. porque creen y aman, les interesa. Yo pregunto por datos y me sugieren libros, son personas muy motivadas, con un orgullo nacional fuerte. En Colombia, Bolivia, Brasil, México, Argentina, para qué decir lo orgulloso que están. Chile es el más autoflagelante, estamos permanentemente criticándonos. La “aserruchada» de piso, el chaqueteo, el no valorar a los vivos sino a que a los muertos y por mientras ahí está Joaquín Edwards Bello, Pablo de Rokha, Violeta Parra, medio muriéndose al final, suicidándose al final, por una sociedad que es muy ingrata.

¿Por qué crees que persiste esa insatisfacción, ese hábito de que si hay alguien exitoso, tenemos que tirarlo para abajo? ¿Tienes alguna teoría?
Obviamente lo geológico y los terremotos tienen que ver. Fueron generando una especie de sensación de inutilidad. Cuesta tanto hacer las cosas y después se caen. Y es cierto, había un gran terremoto cada 80 años y se caían los puentes, los canales de regadío bloqueaban los campos, se caían las casas. Con enorme esfuerzo se hacía todo de nuevo y obviamente con eso se pierde el valor por lo material. Tiene mucho sentido, que si la materia no es firme no valoremos lo material y seamos más bien abstractos, gente de ideas, de la palabra poética. Cuando hacía zapatos, hacía unos botines de montaña y venía un austríaco que no podía creer la calidad, porque eran de cuero entero que traíamos de Argentina, todo cocidos a mano y costaba menos que un zapato corriente de plástico europeo. Pero aquí empezaron a llegar los botines de Singapur, que era puro plástico, pero que eran importados. La gente prefería eso, por una incapacidad de relacionarse con la materia, de no ver lo que es cuero, lo que es caucho, y eso vale para no apreciar lo que es una casa de muros y de maderas nobles. La gente no lo ve, hay una ceguera material.

palacioconchacazotte¿Y cuáles dirías que son nuestros peores pecados patrimoniales? Lo que lamentas que ya no esté
Bueno el Palacio Concha Cazotte… fue una demencia haberlo demolido. No lo puede entender nadie. Pero por alguna razón lo que más me ha dolido es la destrucción del litoral central, que era un privilegio de carácter mundial. Santiago uno lo puede comparar con muchas ciudades del mundo, pero ese litoral era de una belleza… Yo llevaba a estos extranjeros en los años 60, recorríamos y quedaban maravillados. Un privilegio de playas, de roqueríos. En Concón el bosque llegaba hasta la arena, la gente se sentaba bajos los árboles frente a la playa, era una cosa única en el mundo y de todo esto no queda nada. Lo destruimos por completo. Dentro de los crímenes patrimoniales, es el peor.

En esta nueva identidad de Santiago, la mezcla social tampoco está equilibrada
Eso es muy ingrato, el clasismo le hace mucho mal a nuestra ciudad. Me ha tocado ver bien la experiencia de Uruguay y de Argentina, donde hay mucho más diversidad socioeconómica en los barrios. Allá todos van al club, sea el que sea, y en ese club aprenden a jugar fútbol, ping pong hacen la primera fiesta, crecen juntos y después uno va a ser rico y otro va a ser el mozo del restaurante, pero se van a tutear y se van a respetar, son parte del mismo equipo y esa cercanía, ese tuteo argentino, uruguayo, yo lo envidio mucho. No está esta brutal desigualdad nuestra, hay un trato humano, nadie es un perdedor, son distintos roles, distintos destinos. Me acuerdo cuando fuimos a un congreso de arquitectura en Caracas, éramos siete chilenos y uno era Cristián Boza,  que cruzando un barrio pregunta a cuánto está el metro cuadrado y no le entienden la pregunta porque no hay barrios de distintos valores. En todos los barrios hay cosas valiosas y cosas modestas, entonces no está separado. Aquí el metro cuadrado de Santiago Oriente, Vitacura, vale mucho más que Ñuñoa… eso no existe allá y eso nos distancia y nos empobrece porque nos hace ver una realidad limitada.

¿Y eso tiene posibilidad de ser revertido?
Yo creo que las nuevas generaciones son más libres y han sabido apropiarse más de la ciudad en general, se mueven más…Los años 80 fueron lo peor para Santiago, porque se acabó lo que había y todavía no nacía esto que está naciendo ahora, una capacidad más abierta de desplazarse por la ciudad y en ese sentido los más jóvenes, mis estudiantes actuales, son menos prejuiciosos.

También está la gente que está recuperando espacios, los ejemplos que nos dan las Pasarelas Verdes en las Torres San Borja, el Palacio Larraín, el invernadero, gente joven que está dando nueva energía y transformando también el uso que tenían esos lugares
Hay una capacidad de emprendimiento joven que antes no había. Eramos un país muy pobre, entonces el joven caminaba mucho porque no tenía plata para la micro. Nosotros como estudiantes universitarios veníamos a la universidad caminando. 

pincoya2¿Si tuvieras que elegir entre la ciudad de los años 60, 70, 80 o la actual, con cuál te quedarías, con cuál Santiago?
Yo valoro el presente, porque antes había pobreza, una miseria escandalosa. En los años 60 el padre Puga en la Pincoya pedía ayuda a los universitarios, porque las condiciones sanitarias eran tales que ser cura en una población era estar sepultando niños todos los días. Eran acequias de aguas servidas, de guarenes circulando, una miseria brutal y eso lo hemos superado y en ese sentido lo hemos superado antes que cualquier ciudad grande latinoamericana. Había unas áreas muy bonitas y bien cuidadas, pero era un vigésimo de la ciudad, el resto era miseria y obreros que su almuerzo era un tomate y una cebolla y andaban con ojotas, sin zapatos, y los niños a pata pela’ pidiendo plata en las esquinas. Se olvida eso, por eso entonces me quedo con el presente.

Pero hoy día tenemos otro tipo pobreza, una más intelectual y a veces como de alma
Sí, la marcha de las AFP tiene mucho que ver con eso, la gran mayoría de los sueldos es muy malo, entonces no alcanzamos a generar lo necesario para tener una pensión decente. Yo tengo más de 65 y voy a seguir trabajando mientras pueda, porque obviamente no voy a tener una pensión que me permita vivir de eso… hay que ser de Gendarmería no más (risas). 

¿Y ese desencanto de la gente se puede alegrar, se puede terminar con ese sentir medio opaco, ese pesimismo?
Sí, se puede. Es que tener un sueldo decente, tener una actividad que a uno lo satisface a uno lo transforma, que es lo mismo que yo decía del mozo. En Bariloche me encontré con un mozo chileno y me dijo que al terminar el día se sentaban en una ronda a tomar mate, el dueño, la cajera, el chef, el metre, todos juntos eran un círculo, un grupo de personas trabajando juntos. Eso dignifica, eso te hace estar en paz contigo mismo y con el mundo, te hace estar menos resentido.

El quehacer, lograr trabajar en algo que a uno le gusta ¿tú has encontrado eso en tu vida?
Sí, totalmente, siempre he hecho lo que me gusta y he trabajado en muchas distintas cosas en distintos países, pero gozando el estar conociendo otras realidades.

¿Qué otros trabajos hiciste?
Trabajé en una bomba de bencina, un turno nocturno era una autopista cerca de Múnich, en Alemania. En una fábrica metalmecánica en París, como cargador de aeropuerto en Barajas, Madrid. Vendiendo anteojos de sol y relojes en Yugoslavia e Italia, y bueno ahí ganaba plata para ir a conocer Turquía, Siria, El Líbano.

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Sobre Santiago has escrito muchas historias, en el diario El Mercurio tienes un espacio regular desde 1981. ¿Sientes que es inagotable las historias que uno puede contar?
Sí, y podría volver a escribir de nuevo de lo mismo de otra manera y ya es otra cosa. Hay cosas que escribí en los años 80 cuando estaba comenzando  que hoy día ma avergüenzan, había muy poca literatura, las miradas eran mínimas, ahora es mucho más fácil, hay una riqueza de imágenes, diversidad, de miradas distintas… yo compro casi todo lo que sale de Santiago.

Varios años participé de jurado del concurso del Fondo del Libro Memorias Autobiográficas, justamente por eso, para conocer memorias de alguien que vive en distintos barrios. Hay historias extraordinarias y de excelente calidad, donde aparecen los barrios de Santiago como en ninguna otra dimensión.

A una escala de historia mínima que es muy enriquecedora de leer
Claro, pienso en la Viviana Díaz, su padre dirigente comunista desaparecido, ese barrio descrito ahí es maravilloso. Gente de San Miguel, un niño de Pudahuel que contaba que las fiestas de Esmeralda eran Hollywood para él y llegar a Santiago era inventarse la ropa para poder integrarse, su mirada describiendo todo eso, es extraordinario. Un conscripto pobre homosexual mapuche, describiendo Santiago,…que termina siendo un peluquero en Barcelona con mucho éxito… extraordinario. Son miradas diversas que dan cuenta de nuestros recuerdos.

Son crónicas de recuerdos, cómo tus libros, que alguien en 50 años más podrá leer y decir así era el Santiago del siglo XX, del siglo XXI
En ese sentido, es que no me gusta declararme experto porque siento que lo que hago -y eso no es metáfora- es un grano de arena. Hay millones de vidas, sucesos, rincones, que se me escapan, es un universo y bueno a mí me gusta mucho el ser humano y soy observador. Detrás de cada ser humano, detrás de cada pueblo hay una historia.

¿Cuáles son las historias que te han marcado, alguna que dices, la recuerdo hasta el día de hoy?
Bueno me acuerdo de (Mario) Palestro creciendo en el Zanjón de la Aguada, persiguiendo guarenes como juego principal. Ahí estaba la chacra Subercaseaux con sus enormes rejas y su parque y él veía a un niño que era como un príncipe, de rizos rubios y grandes ojos azules, que era Gabriel Valdés, con quien se iba a encontrar en el Parlamento, se iban a enfrentar dos mundos e iban a tener que dialogar. Esa imagen es muy cinematográfica y se me quedó como una metáfora de los extremos de esta sociedad y al mismo tiempo de lo interesante de la vecindad, porque para Palestro observar esa vida, era su “televisión”. Ahí llegaban los carruajes con caballos negros maravillosos, era el gran espectáculo del lugar. No tenía un resentimiento. Eso era lo que pasaba con el Santiago del siglo XIX en el que estaban cerca las calles más grandes, y dos cuadras más allá, las más modestas, de dónde salían los leñeros, los carboneros, las empleadas de las casas. Cuando hay mixtura social todos ganan. Pero esta distancia la he visto aumentar desde mi infancia.

Finalmente ¿te declaras un enamorado de Santiago? ¿o es uno de esos amores que va y viene…?
En el sentido profunfo sí. Aquí hay una atmósfera síquica, un aura, un clima humano que no se parece a ninguna otra parte. Eso me lo dio el viajar mucho, sentir, descubrir, que somos únicos. En un café en Madrid había un sujeto y físicamente podría haber sido un español o un italiano. Fui y le dije ¿chileno? Sí… Lo reconocí por la mirada. A lo mejor es más melancólica, tenemos una dificultad para hacer, pero eso nos da una profundidad síquica y filosófica que valoro. Con un santiaguino o un chileno que me encontraba en cualquier parte del mundo, podía hablar horas, había un ser ahí reflexivo, somos reflexivos. En ese sentido, yo volví totalmente cuadrado con Santiago y un poco así fui llegando al tema, al darme cuenta fuera de Chile, que yo era de acá, que esta ciudad era mi ciudad y como decía Raúl Ruiz, no será muy bonita mi cara, pero es mi cara. A lo mejor no es la ciudad más linda del mundo, pero es la mía.

Algunos de sus libros y textos:

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