Pasa lo que pasa siempre. Los últimos días tienen un sabor a sentimientos encontrados. Se piensa en lo vivido y en lo que no. En lo que hiciste y en lo que dejaste de hacer.
Este domingo el restaurante La Jardín cerró sus instalaciones de calle Bilbao 497. Así se acababa la historia que partió el 27 de junio del año 2012.
El día fue aparentemente normal. Reservas ya entrada la noche, luces ambientando los rincones agitanados, el sonar incesante de platos, conversaciones, risas y brindis varios.
Cuando me senté a la mesa, esperando a mi mozo, mi amigo, mi limonada y mi tortilla española, empecé a mirar, a tratar de mirar todo lo que no había mirado antes: una figura faraónica sobre la puerta de entrada, el papel mural roto de la paredes, las plantas que me gustan y de las que nunca recuerdo su nombre, la trama de las telas colgadas en el patio, el mueble rojo de cocina antigua que me llevaría a todas partes y (por este día) los claveles marchitos en los floreros de botellas de cerveza.
Escuché a una garzona diciendo a un grupo de comensales: «como es el último día, nos queda casi nada». Y así no más era. La cocina -que se hizo favorita por su pan de campo, plateada con pastelera, shop y limonadas- cerró a las 10 de la noche y las puertas lo harían un par de horas después.
Nadie tenía muchas ganas de irse.
Unos niños jugaban en el patio entre las mesas con pasto, un auto a pedales y un iglú de palos de madera. Más allá unos gringos, la casita del segundo piso, música y carrete.
Me di una última vuelta por el invernadero, metí la nariz para tomar ese aroma que arrojan, a esa hora, plantas y flores. Vi la carta y reparé como nunca en las ilustraciones de árboles, teteras y zapatos maceteros. Estuve tentada de llevarme una…
Un mozo apagó una luz del jardín, vi algunas mesas vaciarse. Unas últimas fotos y ya.