Haciendo orden, encontré un libro comprado hace años: Se trata de la Guía Humorística de Santiago de Tito Mundt, escritor y periodista de revistas como  Sucesos, Zig-Zag, Ecrán, Margarita, Eva, Vea, Topaze y Pobre Diablo y también de los diarios Las Últimas Noticias, La Tercera, Extra y Sensación.

En su libro, ilustrado por el dibujante Jorge Dahm y publicado por Zig Zag en 1966, nos habla de un Santiago casi desaparecido, con lugares que ya no existen y con modos casi ingenuos. Pura nostalgia.

Aquí algunos pasajes:

CIUDAD DISTINTA
Nadie puede negar que Santiago tiene personalidad.  Es una ciudad ni fea ni bonita, sino distinta.  Hay que estar en Madrid, Londres, Moscú o París para medir exactamente la emoción que produce esta capital dispersa y como lanzada al azar desde lo alto de la cordillera, desparramándose en forma incesante y alejándose al galope en dirección al mar.
Construida de acuerdo con el viejo molde español, es fácil orientarse en ella porque las casas están agrupadas en manzanas perfectamente cuadradas y no existen los complicadísimos problema que se plantean en Tokio o en Caracas para poder dar con una dirección determinada.

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LOCOMOCIÓN
Santiago tiene troles, buses y liebres.  Además debería tener taxis, pero nadie sabe por qué, y a pesar de que existe cinco mil inscritos oficialmente, no hay forma humana ni divina de encontrar uno después de las siete de la tarde.
Hay horas geniales en esta ciudad: entre ocho y nueve de la mañana, entre una y dos de la tarde y entre siete y nueve de la noche.  En esos tres lapsos no hay cómo subirse a un micro o a un trole.  No hablemos de liebres porque, aparte de que no se ha inventado nada más chico ni más incómodo en el mundo, el chofer que las maneja va generalmente de tan mal genio que no para en las esquinas y se limita a hacer un movimiento despectivo con los hombros.  Cuando va de buen humor (dos días al año), está escuchando un partido de Colo Colo por la radio, por lo cual la atención al público es igualmente deficiente.

DESNUDOS
En materia de piluchas y género frívolo, Santiago cuenta con el Ópera, donde funciona el Bim Bam Bum; el Humoresque y el Picaresque.  El primero es el único que interesa y queda en Huérfanos, entre San Antonio y Estado.  Antes funcionaba allí un gran restaurante con  números artísticos y shows, que se llamaba Casanova, y que era muy bueno y sumamente refinado. Por ambos motivos quebró al poco tiempo, a pesar de la iniciativa creadora del popular Bob dy Deglané, uno de sus dueños, que prefirió irse de Chile para seguir triunfando en España y no arriesgarse con negocios dudosos en su amada patria.

 

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MEDIANOCHE 
Después de las doce de la noche Santiago inicia una intensa vida nocturna.
Los caballeros de sesenta años dicen que la capital era mucho más entretenida antes que ahora.

Esto es falso, como todo lo que dicen los caballeros de esa edad.  Ellos hablan románticamente de la época del Fancy y del Lucerna.  Los santiaguinos de hoy, en cambio, se entretienen en el Tap, el Mon Bijou, el Nigth and Day, Lo Curro, Las Brujas, el León Rojo, La Jaula de los Pájaros, el Drive-in Charles, el Tacora, el Sarao, el Club de la Medianoche, etc.  Aparte de esto, y para las parejas que por diversos motivos no quieren ser identificadas, existen el Domus y la Posada del Corregidor, donde pueden entrar con toda confianza, guiados sólo por una pequeña linterna, en la profunda oscuridad que reina en ambos sitios.  El Domus está en Bandera al llegar a Agustinas, y la Posada –verdadera maravilla histórica que se mantiene inalterablemente abierta desde las siete de la tarde hasta las tres de la madrugada-, en Esmeralda al llegar a San Antonio.  Allí usted puede besar o ser besado con toda comodidad, tomando un agradable vino caliente y escuchando un tango compadrón o un disco con nostálgicas melodía francesas.

LO MALO Los santiaguinos simpáticos y dicharacheros de otro tiempo son los ágiles ciudadanos de hoy que practican la gimnasia bancaria de la mañana a la noche.  Las santiaguinas estupendas del “paseo” de las calles Huérfanos y Ahumada han dado paso a las niñas de jockey, medias color tiza y ojeras verde Nilo que montan guardia a la salida de las radios para robarles los botones de los calzoncillos al cantante colérico de moda.  Los choferes de micro se sacan tres coloradas en mala educación por tratar con la punta del pie al pobre y paciente pasajero y realizar verdaderas cacerías de colegiales cuando no muestran a tiempo el carnet.  Siguen los jubilados tiritando de indignación frente a las ventanillas de las Cajas, donde se supone teóricamente que deben ser atendidos con toda gentileza.  Surgen unos mendigos demacrados que no figuran ni en las páginas de «La Divina Comedia», y que, fingiendo ser cojos, tuertos, mancos, zuncos, turnios, mudos o lo que sea, cobran una respetable pensión vitalicia a la salida de todas las iglesias de Santiago.

LO BUENO

Pero así y todo esta capital, que ya se empina sobre los 425 años, es un rincón encantador.  Su clima, el cielo que luce como una alegre camisa azul en el verano, esas pequeñas nubes vacilante que se enredan en los árboles desnudos en el otoño, la placa gris y amenazante que se cierne sobre la ciudad en los días de invierno, los copos que flamean alegremente como proclamas cuando nieva en la cordillera; los picachos andinos, que son infinitamente más elegantes que el Fujiyama y que todas las montañas con que cuentan los suizos; ese río optimista y campesino que viene culebreando por los Andes, que pasa fugazmente por el centro de la capital y va a perderse entre los cerros vecinos camino a la costa; las muchachas con pantalones, pelo rubio y ojos azules que viven en el Barrio Alto; los estudiantes que todavía mantienen el sentido del humor, los viejitos melancólicos de la Plaza de Armas, los ochenta mil fanáticos que brincan y saltan dentro del Estadio Nacional, el pequeño bosque de Galerías de Arte que surgen todos los días, los quince teatros que muestran lo mejor de Europa, ensayando y estrenando casi al mismo tiempo en Santiago de Chile, y sobre todo un aire especial que no es de Buenos Aires, de Río, de Nueva York, de Londres ni de Madrid, sino de aquí y sólo de aquí y que se mantiene a pesar de los terremotos y catástrofes que sacuden al país; el tono irónico de sus habitantes, que son capaces de sortear la mala suerte y burlarse de las permanentes desgracias con un chiste oportuno y certero que queda temblando como un puñal en medio de la conversación; la burlona familiaridad que tenemos los chilenos para tratar cualquier problema, por grave que sea, sin el menor protocolo y usando los términos más habituales de la vida corriente; el «santiaguinismo«, en suma, que es difícil definir, pero mucho más difícil no sentirse tocado por él cuando se ha estado mucho tiempo fuera de la capital, hacen de Santiago una ciudad inolvidable que se maquilla, se embellece y se adorna como una mujer cualquiera cuando estalla la primavera como una especie de guerra relámpago en las hojas del calendario y se enciende toda la batería eléctrica de las flores en los parques y las muchachas caminan con unas caderas recién entrenadas por estas calles de Dios.

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