*Por Paulina A. Cabrera Cortés

Cada vez que José María Gallegos se propone un hobbie, siempre termina convirtiéndose en una obsesión. Antes fue el montañismo, las artes marciales, el coleccionar cuchillos de cocina y las viñas, y desde hace dos años, el pan.

Amor por las masas que le viene de su abuelo materno, el señor Gabilondo quien le enseñó que el pan tenía que ser bueno, fresco y que por nada del mundo se podía botar. Que como tradición en su casa sólo era cortado por su hermano mayor y que en señal de respeto, le hacía una cruz por debajo antes de comerlo. Abuelo que se vino a Chile escapando de la Guerra Civil Española, que formó una familia, y que hasta en un momento llegó a ser ayudante de panadero. Enseñanzas que vinieron a gatillar definitivamente la pasión de José María cuando “después de un pésimo día de trabajo” vio como una fila de gente se agolpaba fuera de un local esperando comprar marraquetas y hallullas. “Me enojé porque dije cómo esta gente compra pan revendido y lleno de manteca y me fui pateando piedras. Yo ya estaba haciendo mi pan hace meses, así que le comento a la Fran, mi señora, ¿cómo me iría si pusiera una panadería? A lo que me responde ‘que muy bien’. Ahí me picó el bicho y mis frustraciones se volcaron a eso, a decir quiero cambiar de vida, caminar a mi trabajo, tener relaciones humanas y no comerciales y quiero trabajar con las manos”.

Así, dejó su trabajo de enólogo -que lo hacía viajar hasta 300 kilómetros diarios-, juntó sus ahorros, su mamá se transformó en socia y un mes después, arrendó el local de José Miguel de la Barra 463. Abrió en febrero de 2017 y desde el primer día (puedo dar fe de eso) había fila de gente, esta vez, en su panadería.

Cada mañana, desde la rejilla de ventilación que da a la calle comienza a salir el olorcito a pan recién horneado que tienta a los transeúntes. Pasando la puerta, están los panes crujientes y dorados, que lucen decorativos y apetitosos: los famosos croissant integrales (nuestros favoritos), los pan de campo, las ciabattas, las baguettes, focaccias y pizzas (sólo los viernes) además de una variedad de repostería donde destacan el pastel de zanahoria y los galletones de jengibre. Oferta que se agota rápidamente (incluso antes de las 4 de la tarde) y que ha convertido a Gabilondo, en la primera panadería artesanal del barrio, y sin duda en la más apetecida.

“Vendemos el mejor pan que podemos hacer”, asegura con entusiasmo sobre el trabajo silencioso del subterráneo en donde el día parte a las 6.30 de la mañana. Al principio lo hacía todo él, pero ahora tiene a Julio como panadero y a Claudio como su mano derecha en la atención de los clientes, que más que clientes son ya varios buenos amigos. Y es que junto con la calidad del pan, lo que más les importa es “hablar a la cara” y tratar con cariño al público, llegando a aprenderse incluso el nombre de las mascotas de sus dueños.

A la panadería van los vecinos, la gente que trabaja cerca y también los turistas que pasan a comprar, tomarse un café y muchas veces, simplemente a saludar. “Si hasta de repente abrimos una botella de vino, sólo para conversar”, revela el dueño de Gabilondo con la complicidad de Claudio, sobre la impronta de encuentro que tiene el lugar al que llega desde María Gracia Subercaseux y Felipe Bianchi, hasta el chef José Ozaki y el sastre Carlos Pérez, que también tienen sus locales a un par de cuadras.

Panadero autodidacta
A preguntar sobre cómo hace el pan, nos dice que la fórmula es simple: agua, sal de mar y harina (integral del sur y blanca de fuerza que da mayor elasticidad). Con cero materia grasa, el gran diferencial con las panaderías de cadena y el supermercado que están a unos minutos, es “la masa madre”, que no es más que dejar fermentar la masa, en el caso de Gabilondo, 18 horas desde el día anterior. Sí, 18. Eso hace que leude de forma natural, se pueda digerir mejor (“no hincha”) y alimente, aportando los nutrientes y permitiendo una mejor absorción de vitaminas y minerales que se ven disminuidos cuando se hace pan con levadura comercial.

“Aquí no hay receta, yo llegué más o menos a una receta pero no inventé nada. Lo hice todo estudiando en libros y en internet, nunca he hecho un curso. Un amigo me dice que soy un ‘a maker’, y es que a diferencia de mis hermanos (uno es filósofo y el otro arquitecto), yo soy un mulo”, nos cuenta sobre su largo camino de oficios y trabajos que hablan de su personalidad inquieta.

Su papá murió cuando tenía cuatro años, a los 13 junto a sus hermanos partió a Italia con su mamá porque ella se había enamorado de un italiano. Y de ahí partió la intensidad: estudió enología y viticultura luego se pasó a la fermentación, aprendiendo a hacer salames, quesos y cerveza artesanal. Viviendo en Francia comenzó a hacer pan, y entre tanto también fue barman, carnicero, eléctrico, pizzero y cocinero, siempre orgulloso de cada uno de sus quehaceres. En suma, una vida intensa que lo ha llevado a vivir en 5 países y a cambiarse 35 veces de casa.

Cuando le preguntamos qué es lo que viene ahora, sonríe misterioso y nos adelanta que seguirá con los fermentados… Habrá que esperar un rato, para seguirlo en su próxima aventura.

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