*Por José Miguel Salgado / Pintura: Changing de Michael Leonard (1981)
Sin mirar a mi alrededor comencé a bajar los escalones que llevaban a la boletería del cine. De pronto, todo a mi alrededor se cubría de un terciopelo verde envejecido que estaba marcado por quemaduras de cigarro; el aire se volvió denso, supongo que por los años de encierro. La persona en la boletería no empatiza con mi nerviosismo y me vende una entrada sin sacar los ojos de una pequeña televisión donde están dando la teleserie. Mientras espero por mi boleto, tengo la sensación que al haber bajado por esas escaleras crucé un margen social y entré a un espacio indefinido y atemporal.
Para entrar a la sala un hombre corta mi ticket y me deja pasar. Me pregunto si se da cuenta de lo emocionado que estoy, si le divierte ver a estos personajes excitados entrando a un espacio tan cotidiano para él, un espacio completamente develado en sus ojos pero que para mí en este momento está lleno de misterio y erotismo.
Al cruzar las cortinas que separan el hall de la sala, la oscuridad es tal, que solo reconozco un cuadro blanco al final y el sonido agudo de la protagonista de la película. Estoy rodeado de hombres que fuman junto a la puerta, matan la ansiedad mientras observan a los recién llegados. Poco a poco reconozco la silueta de la sala; el techo tiene un diseño Art Decó en ruinas, las sillas tapizadas de cuero quebrado están divididas en dos por un pasillo en el centro del espacio; en su piso de tablas de madera se reflejan tímidamente las luces de la pantalla, lo que me ayuda a comenzar a recorrerla.
El público se ve quieto y silencioso. La mayoría de los asistentes son hombres sobre los 40 años, pero hay un par de jóvenes rondando también. Una de las cosas que primero llama mi atención es un par de hombres durmiendo en los asientos, y cómo algunos conversan de forma relajada mientras fuman como lo harían en un café. Sí, también hay sexo, pero practicado con más pudor del que yo esperaba. En los rincones oscuros, sigilosamente entre los asientos, y detrás de antiguas cortinas de terciopelo gastado, hombres hincados practican sexo oral, mientras unos cuantos los observan. Los códigos son simples, una mirada profunda determina el interés y una mano sobre el pantalón la invitación a la acción.
Termina la película. La sala se va a una oscuridad completa que con el humo de cigarro se hace más densa y ensordecedora. Luego de unos minutos la pantalla se vuelve a iluminar con la imagen de una mujer de apariencia eslava bailando frente a la cámara, pero algunos en la audiencia se molestan y comienzan a silbar y a gritar: “¡Esta ya la pusieron!”. Uno o dos minutos después, comienza una nueva película que vuelve a tranquilizar el ambiente. Si bien solo exhiben películas pornográficas heterosexuales, no esperaba que alguien fuera a estos cines por ellas, pero me equivoqué.
Luego de un rato, salgo al hall de entrada y me siento en unos sillones junto a la puerta. Hay un pequeño kiosco que no noté al entrar donde venden papas fritas, bebidas y otras cosas. Veo a otros hombres entrar con la misma ansiedad que yo tenía hace algunos minutos, pero que a estas alturas ya se ha disipado.
De pronto, llegan tres de unos 30 años vestidos de oficina, parecen muy heterosexuales, seguros, sonrientes y bastante guapos. Otros dos sentados en un sillón junto al mío, se alegran de verlos llegar. “Fernando, Carlitos, tanto tiempo sin verlos” pregunta uno -“Así es, ¿cómo va todo Panchito?”- le responden, y se ponen a conversar. El nivel de confianza y de cotidianidad con el que se trataron me desconcierta. Esta fantasía fuera de las normas de la sociedad que según yo estaba cumpliendo poco a poco se desarma al enfrentarse a la realidad de que nada ni nadie es unidimensional y que estos espacios marginados, viejos y sucios pueden ser tan cotidianos y hospitalarios como cualquier otro; incluso más si consideramos que la relación con los deseos cochinos de sus asistentes es honesta, y que para muchos, este es único lugar donde pueden vivir una parte de sexualidad que en otros contextos es escondida y reprimida.
Una vez que salí del cine y caminé unos pasos alejados de esas escaleras, sentí como poco a poco me cubría un manto de normalidad. “Puedo ser un hombre decente otra vez, o pretender que lo soy”- pensé, lo que a la vez me tranquilizó y molestó. Mis creencias se pelean con estándares morales que no comparto, pero de los cuales no logro deshacerme por completo.
Los amantes de la ciudad podrían hablar sobre el valor arquitectónico e histórico que estos cines tienen para Santiago. Sobre cómo deberíamos rescatarlos de convertirse en bodegas o en otro espacio de desecho, -en un cine porno- alguno podría decir. Pero yo no lo voy a hacer. Estos lugares no necesitan ser rescatados, sino reconocidos, ya que son casa para la expresión de nuestra sexualidad, y si esta se encuentra excluida es porque la hemos empujado ahí, pensar que este es el lugar que merece, es simplemente hipócrita y conservador. Reconocer la existencia de estos espacios y eliminar los prejuicios con los que cargan es prioritario para abordar las problemáticas que traen consigo, como por ejemplo la escasa prevención de enfermedades de transmisión sexual entre sus asistentes.
Los cines porno son lugares de encuentro, de liberación, son lugares de sexo cochino y desbordado. Son una grieta en el paisaje urbano donde hombres gays y heterosexuales encuentran hogar para sus deseos, una pequeña comunidad marginada, que acoge sin prejuicios nuestras calenturas y sexualidades reprimidas. Otra casa para la comunidad gay en Santiago.
Ilustración
Changing 1981
Michael Leonard
http://michaelleonardartist.com